Pedro no fue un jefe de estado. Por pequeño que sea, el estado confiere un rango y unos poderes que no son en absoluto evangélicos (pensemos en Mónaco que también es un estado minúsculo). Creo que, en este punto, el Papa debería parecerse más a Pedro que a muchos de sus sucesores, para no merecer el reproche que hace ya casi diez siglos dirigía san Bernardo a su antecesor Eugenio III: “En muchas cosas no pareces sucesor de Pedro, sino de Constantino”.
Pedro fue muy querido en la Iglesia primera: cuando estuvo en la cárcel se rezó por él continuamente. Pero nunca quiso convertir ese aprecio en un nimbo de sacralidad. No se hizo llamar Santidad, ni Santo Padre, ni Vicario de Cristo, sino que, a imitación de Jesús, se despojó de su rango y procuró “presentarse como un hombre cualquiera”. Y cuando alguien se quiso postrar ante él, se lo impidió diciéndole: “levántate, también yo soy un hombre”.
Pedro fue criticado por los primeros cristianos de Jerusalén. Pero no los excomulgó por ello, sino que se reunió a conversar con ellos.
Pedro tuvo sus vacilaciones: era intuitivo e impulsivo, pero cobarde. Y en algún momento, por evitarse líos, negó el permiso para la evangelización de los no judíos que anteriormente había aprobado. Pablo, el ciclón, le criticó públicamente por ello. Y Pedro dio una gran lección de humildad aceptando esa crítica y no privando de la palabra a Pablo por ella.
El mismo poder de atar y desatar que recibe Pedro, lo reciben también los apóstoles inmediatamente de Jesús. Pedro pues no es nada sin el colegio apostólico del que es cabeza, pero al que no suplanta.
¿Le permitirá un día la curia romana ser al Papa como San Pedro?